domingo, 3 de mayo de 2009

Alfonsin, Democracia, Proyecto Nacional

ALFONSIN, DEMOCRACIA, PROYECTO NACIONAL
Gabriel Lerner

En octubre de 1983 yo militaba en el partido de Oscar Alende y no voté a Raúl Alfonsín. Sin embargo, el discurso y las acciones presidenciales generaban en nosotros, militantes de la Juventud Intransigente, acaloradas discusiones.

Alfonsín tenía un “programa” (disculpen los más jóvenes que use una palabra tan en desuso) diferente del nuestro, más moderado, menos confrontativo, pero no podíamos dejar de reconocer –hablo del 83, 84, 85- que tomaba clara distancia de las corporaciones (fuerzas armadas, cúpula eclesiástica, FMI) que habían caracterizado el negro período culminado el 10 de diciembre de 1983.

El gobierno alfonsinista –con el ministro Grinspun a la cabeza- denunció en los foros internacionales que buena parte de la deuda externa que se nos atribuía era “ilegítima”, que era un problema “político” y que la Nación no debía pagar el monto que se había contraído ilegalmente. Miles y miles de jóvenes –oficialistas y opositores- ganamos las calles detrás de las “juventudes políticas” (otra vez: disculpen los de menos de 35) en lucha contra el FMI y la deuda ilegal, poniendo la “unidad nacional” (pido perdón por última vez) por delante de las diferencias entre gobierno y oposición.

Alfonsín nos convocó, también, a dejar atrás la impunidad de los genocidas. Exigíamos Comisión Bicameral y Juicios Comunes. El presidente creo la CONADEP y decidió que primero debía darse la oportunidad a los militares de autojuzgarse. No estuvimos de acuerdo pero igual buscamos amplias fórmulas de acuerdo para continuar marchando hacia la Verdad y la Justicia, que dieron su primer fruto en el Juicio a las Juntas. De cara a la magnitud del genocidio al que se le quitaba el velo frente a la vista de millones, ¿era posible no participar, movilizarse, unir todo lo que fuera posible unir para que Videla, Massera y compañía fueran de una vez por todas a la cárcel?

No fueron los únicos llamados. Habíamos heredado de la dictadura un sistema educativo depreciado y reaccionario. Alfonsín convocó a un gran debate nacional y participativo bajo el nombre de Congreso Pedagógico Nacional. Una vez más discutimos acaloradamente y llegamos a la misma conclusión: ¿cómo no ser parte del proceso del Congreso si nos empujaba una enorme sed de libertad, de justicia y si aspirábamos comprometidamente a que esos aires entraran a las aulas de escuelas, colegios, universidades?.

El desemboque final de esos procesos de organización y protagonismo popular es ampliamente conocido. En la tensión entre los intereses y sentimientos de las mayorías nacionales y la defensa de los privilegios y la desigualdad que ejercieron las minorías más poderosas, Alfonsín terminó claudicando de cara a los poderes fácticos. La cúpula eclesiástica pudo más que miles y miles de docentes y estudiantes; la impunidad de la obediencia debida y el punto final doblegaron transitoriamente al reclamo de justicia; el FMI y la patria financiera consiguieron más que el movimiento obrero, los centros estudiantiles, las juventudes políticas.

Son sólo ejemplos de algunas batallas. Pero ejemplos, en mi modesto entender, más que ilustrativos.

Acaba de fallecer Alfonsín y, con algunas honrosas excepciones, se ha impuesto un relato político-mediático sobre su trayectoria, sus ideas y su gobierno plagado de falsedades. En general no se pudieron eludir o negar hechos ampliamente conocidos (como cuando nos mandó de nuevo a nuestros hogares pues la casa estaba “en orden”), pero se interpretaron los mismos de manera arbitraria y recurriendo a una interesada manipulación de conceptos y categorías jurídicas y políticas.

No es que al Grupo Clarín o la Sociedad Rural de Biolcatti o al PRO macrista les preocupen demasiado la imagen de Alfonsín de cara a la futura enseñanza de la historia argentina en las aulas. Lo que sí les interesa -en la muy concreta y actual batalla económica, política e ideológico-cultural que se está librando intensamente- es imponer sus ideas sobre las condiciones que debe tener un “demócrata”, el valor y la función de las “instituciones”, las bondades de determinadas formas de “diálogo” o la necesidad de ciertos “consensos”.

Por cuestiones generacionales y de militancia fui testigo de cómo miles y miles de compatriotas, en su inmensa mayoría jóvenes, perdieron allá por el 87 o el 88 sus esperanzas y expectativas en la potencialidad transformadora del régimen constitucional. Fue por errores, vacilaciones o traiciones –que el lector elija el combo que mas le guste- del gobierno liderado por Raúl Alfonsín. Ello no me impide reconocer en el ex presidente fallecido a un hombre respetuoso de la Constitución Nacional –división de poderes, elección popular de las autoridades, federalismo, etc.

Tampoco puedo ocultar que -enfrentados a una cultura política actual en la que abundan los “dirigentes” incubados en estudios de TV, los desleales campeones en transformismo o los brokers devenidos en hombres de estado- la condición de militante político de Alfonsín adquiere mayor realce que la que yo le hubiese reconocido algunas décadas atrás. Aunque con menos énfasis, puedo admitir algo de lo del “hombre de convicciones”: Alfonsín se movió siempre dentro de cierto andarivel político-ideológico y contrastado con algunos otros que llegaron a su dimensión sale bastante bien parado.

Ahora bien, ¿esas condiciones son las que hacen de un hombre que presidió al país, como tanto se ha dicho, un gran demócrata? ¿Es que la democracia y su ejercicio tienen como valor supremo y excluyente no violentar la Constitución Nacional? Un gobierno democrático debe abstenerse de hacer fraude, de censurar y de reprimir, es cierto. Pero no alcanza: además debe ser expresión de los intereses de las mayorías nacionales. Hemos aprendido a no desmerecer las “formas” democráticas, pero creo que debemos estar más que advertidos porque pretenden que olvidemos que con ello no es suficiente. Un gran demócrata no puede desentenderse del empleo, del salario, de la salud, de los viejos y de los pibes, de la educación o del PAMI simplemente porque no sabe, no quiere o no puede enfrentar a los poderes fácticos. Si un puñado de miembros de la Sociedad Rural o de yuppies de la City o de tecnócratas del FMI pueden más que millones de docentes, desocupados, jubilados o pequeños comerciantes, vale cuanto menos preguntarse sobre la solvencia de las cualidades democráticas del líder de ese gobierno.

Con la vocación dialoguista o de búsqueda de consensos del presidente (Alfonsín o cualquier otro) se impone hacerse preguntas similares. La Constitución Nacional no exige diálogo ni concertación. Lo que demanda dialogar, impulsar la participación, el intercambio de ideas y la búsqueda de acuerdos es generar mejores condiciones para la convivencia democrática y el buen destino de un gobierno, entendidos –repito- como el reconocimiento en hechos concretos de los derechos e intereses de las mayorías nacionales. Exaltar en esta coyuntura la “voluntad dialoguista” de Alfonsín con los “carapintadas” de Campo de Mayo –que devino en las leyes de impunidad- o con los organismos financieros internacionales –que culminamos padeciendo en los Planes Austral y Primavera- constituye un verdadero fraude de etiquetas.

La exaltación de ese modo de “consensuar” es una fuerte convocatoria –prácticamente una extorsión, desde algunos actores- para que nuestro gobierno, el de Cristina Fernandez de Kirchner, claudique frente a las demandas de las corporaciones que ganan fortunas con la soja. O para que no reincidamos en “inconsultas” decisiones como la de estatizar el sistema jubilatorio o terminar con los dictados del FMI.

En otros términos, se ha recurrido a discurso de despedida de Alfonsín para convocarnos no a dialogar sino claudicar, no a ser verdaderos demócratas sino a concebir la institucionalidad –la República, insisten los más grandilocuentes- como una estructura jurídico-política inmutable en la protección de los intereses de las minorías privilegiadas, de los grandes grupos económicos, del imperio.

El debate en el Congreso en torno al proyecto de adelantamiento de las elecciones remite al mismo concepto y al mismo fraude: se nos convocó desde la defensa de una supuesta institucionalidad a no cambiar “las reglas de juego”, acusándonos de hacerlo reiteradamente.

¿Cuáles son las “reglas de juego” que habrían violentado Nestor primero y Cristina después, agraviando a la “institucionalidad” y eludiendo los “necesarios consensos”? No hay que ser demasiado agudo para advertir lo que se critica en torno a lo realizado y lo que se pretende condicionar a futuro. Respetando las reglas que cierto republicanismo reputa inmodificables no hubiese habido reapertura de las causas a los genocidas ni Corte Suprema autónoma, seguiríamos arrodillados frente al FMI y viendo como Cargill o Monsanto se apropian excluyentemente de la renta agraria; manteniendo intactas esas normas no escritas Evo, Lula y Chávez no serían nuestros amigos, las AFJP estarían fugando los ahorros de millones de argentinos y nunca hubiesen aumentado salarios, jubilaciones o empleo formalizado.

Democracia, consenso, diálogo, defensa de la institucionalidad o concertación no pueden estar reñidos con intereses de las mayorías, autonomía nacional o justicia social. Si esos términos aparecen enfrentados, como ha sucedido estos días, se impone develar el fraude aunque las condiciones del debate no sean las mejores.

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